¿SE ACUERDAN DE LA VIRGINIDAD?

Por Viviana Sgavetti

Hace muuuucho tiempo, en una comarca lejana, existía una costumbre, ya perdida en la niebla de los siglos: las niñas, las jóvenes, debían casarse vírgenes. Virginidad, así con ge y ve corta, se llamaba el concepto.

Yo provengo de esa comarca, y tengo muchos años, así que les voy a contar en qué consistía dicho anacronismo: fisiológicamente no era la gran cosa, pero lo serio, lo importante, era lo intangible, el pecado terrible que se cometía si se perpetraba semejante crimen.

El crimen en cuestión era acostarse con un señor. Ehhh! me dirán ustedes, ¿cómo va a ser un crimen acostarse con un señor? Bueno, “acostarse” era reemplazado por otros eufemismos como “hacer porquerías”, “entregarse”, “darle la prueba de amor” y -los más avanzados- “hacer el amor”, por no mencionar un montón de palabrotas que en cada país encuentran su equivalente.

Pero ahí no terminaba, lo pior no era eso… lo terrible era si después el caballero  -bueno, no se lo consideraba un caballero, tampoco- no se casaba con una.

Porque en mis tiempos no importaba mucho si una tenía o no dinero, si era inteligente, estudiosa o trabajadora, si tenía mal aliento o no se depilaba las piernas… importaba si llegaba virgen o no al matrimonio. Las chicas llevábamos escritas en la frente, con una tinta sólo visible para los machos de nuestro entorno, distintas categorizaciones, que se convertían en separadores de castas más férreos que en la India.

En el fondo del recipiente estaban las parias, o sea, “las que se dejaban”. Hoy debo admitir que si bien las demás  las marginábamos sutilmente con esa inevitable crueldad que trae aparejada la adolescencia, eran las que tenían mejor cutis, y ni hablar del humor. Una no se lo explicaba mucho… Si así no van a conseguir novio, como dice mi mamá, ¿por qué se las ve tan contentas? me preguntaba.

También estaban “las que se dejaban con el novio”, casta intermedia, que conseguía una especie de perdón o benevolencia, una “probation” indefinida, porque se consideraba -recuerden que les estoy hablando de épocas muy antiguas, donde ni siquiera existía la lycra, imagínense- que era un modo relativamente válido de retener al jovenzuelo a su lado en la esperanza de tener su premio frente al altar. A veces fallaba, como el Challenger. El abusador no cumplía sus promesas, y la infeliz descendía inmediatamente, casi como en el Monopoly, al escalón inferior.

Y por último estábamos nosotras, las honestas “vírgenes hasta el casamiento”, “las que no se dejaban”… o sea, las más aburridas del mundo, pero con los codos más punzantes que se puedan imaginar. Porque los codos, llegado el caso, se constituían en armas defensivas de primera; eran utilizados a diversas alturas del cuerpo del señor, según el entorno y la coyuntura.

En fin, que una era una chica decente, que no se reía de los chistes subidos de tono, que no daba pie para encuentros a solas, que jamás de los jamases por muy enamorada que estuviera permitía que le desabrocharan el corpiño… y que recién después de los veinte años se cuestionó seriamente la utilidad de semejante actitud, reflexionó brevemente -no más de diez segundos, debo admitir- … y comenzó, como Proust, una cruzada en busca del tiempo perdido. Tampoco creo estar arrepentida de la espera, todo sucedió con quien y cuando debía, sobre todo si recuerdo el plantel que había disponible por entonces… pero la honestidad es mi lema, y no me puedo despedir sin añadir una última confesión… Amiga mía, ¡ahora comprendo la sabia sonrisa de la peor de la cuadra!