UNA BOLSA, UNA PERCHA
Y UN RECUERDO


Por Viviana Sgavetti

Parece una canción de Charly o de Fito, pero no.
Una vez escuché a Woody Allen decir en una peli una frase que me quedó grabada: “Nunca se sabe bien si los recuerdos son algo que uno tiene o algo que perdió”.
La cuestión es que entre ayer y hoy tomé en cuenta cómo han cambiado los recuerdos. Las perchas son objetos que nos acompañan durante toda la vida. Me refiero a las de madera, las de antes, que eran una especie de parientes longevos. A lo sumo perdían el travesaño ese, que terminaba teniendo algún otro destino, pero ahí seguían, aguantando sobretodos, gasas y jeans. Y de pronto, en una tarde aburrida de cambio de temporada se nos ocurría leer la inscripción que llevaban, y descubríamos que pertenecían al Hotel La Martineta Sudorosa de Chos Malal, donde jamás recordábamos haber estado. O a la Sastrería Cambridge. O al Gobierno de la Provincia de Santiago del Estero, con lo cual además de incógnita era un cuasi delito. Eso nos llevaba a perdernos un ratito en los rincones de la memoria, imaginando tíos lejanos con plata para hacerse un traje en la Cambridge, y qué lástima que no nos dejó herencia. O suponiendo alguna historia sentimental tramposa que obligara a pernoctar a la cuñada de la abuela Clota –esa que se quedó soltera pero reía todo el tiempo- en La Martineta de Chos Malal. O infiriendo que el bisabuelo Manuel, que decía haber sido “funcionario de alto rango en Santiago” al final no era chileno ni de alto rango, si se afanaba hasta las perchas.
Llegó la tecnología, y con ella, las de plástico, de acrílico, de metal galvanizado, duraderas, coloridas o, como se dice ahora, “intervenidas” con cintas, caritas sonrientes o frases de Frida Kahlo. Y nuestras sólidas compañeras de reparto, aguantadoras como pocas, las ven llegar al principio desdeñosamente, y luego se van viendo relegadas al fondo del placard.
¿Y dónde queda la historia? ¿Cómo sabremos dónde compraban nuestros ancestros, o nosotros mismos treinta años atrás? No lloren que ya les digo.
Esa misma tecnología cruel, que mutiló nuestras tardes llenas de ensoñaciones, nos proveyó de otro elemento que también sabe contar historias: la bolsa de compras ecológica, reutilizable, bueno, esa.
Hagan la prueba. Vayan hasta la bicicleta fija, o al perchero, o donde sea que reposen dichos reservorios, y lean. Seguro hay entre ocho y once, y entre ellas, por lo menos cuatro cuya procedencia nos resulta como mínimo sospechosa. ¿Quién que conozcamos compró alguna vez en Supermercado Felicidad (cuyos propietarios suponemos con ojos rasgados y lenguaje incomprensible)? ¿Cuándo estuvimos en Ciervo Petiso comprando billeteras (para poner qué, además)? ¿Qué clase de tratamientos se efectúan en la misteriosa Clínica Privada? ¿Acaso el adorado retoño se alojó a escondidas y seguro también a nuestro cargo en el Hotel Primavera de Miramar? ¿En qué momento, vive Dios, hemos adquirido algo en el Duty Free de Uruguayana, si a las cataratas fuimos antes de que se inventara el material de las bolsas?
No me digan que no les cambié la vida, eh.