
YOLY BELL ANIMADA
Por Claudia Baier
En mi arribo a este mundo, me esperaban un par de hermanos varones preadolescentes, que no estaban muy felices con la novedad, y una madre costurera con once años de abstinencia en la confección de vestiditos con puntillas y peinados con chuflines, que anhelaba una Yolly Bell en lugar de una hija.
De haber podido ponerle reversa a la cigüeña para que me devuelva a París y ser criada por una gárgola de Notre Dame, lo hubiera hecho. Pero la muy zancuda me revoleó y con un graznido estridente me dijo “hacete cargo” y se sacó el bulto de encima.
De mis hermanos fui su punching ball, y de mi vieja su muñeca articulada, animada, que crecía, chillaba, comía y cagaba, completita la pepona.
Vine a destronar el reino masculino de esos dos sátrapas, con mucho fútbol, zapatillas gastadas y medias olorosas. Y así me lo hicieron saber. Me retorcían los dedos, me propinaban “correctivos”, zancadillas, pellizcones con torniquete, y otras delicias de bienvenida a su mundo. Nena y con diez y once años de diferencia, no tenía nada que ver con ese tándem.
Mi vieja empezó a coser frenéticamente. Esa Singer echaba chispas. Dio rienda suelta a su deseo reprimido durante tantos años de no poder enchufarles una pollera con volados a aquéllos dos.
Además de coser vestiditos, blusitas, shorcitos y todo ese cotillón “de niña”, como yo siempre fui número puesto en los actos de la escuela, pudo descargar todas esas ansias de confeccionista también en los disfraces. Tocados con lentejuelas, trajes de paisana o dama antigua, hasta a un tutú de papel crepe se le animó, lo que dée!!
Odié fuerte y con paciencia estoica las interminables pruebas de ropa y disfraces. Mientras me moría de ganas de convertirme en la novia de Chucky y pegarles un buen cagazo a todos, o de rajarme de mi casa, pero no tenía bolsito. Bolsitos no cosía la muy taimada.
Los influencers de moda en aquél tiempo eran dos programas de televisión con música de vinilo y gente bailando. Entonces, siguiendo a esos bailarines sobre tarimas, fue que mi vieja me proveyó de una colección de minifaldas y shorcitos, producto de la Singer, y unas icónicas botitas blancas de caña alta compradas con mucho sacrificio y que me ponía para todo tipo de evento. El último alarido de la moda.
De hecho, muy dictatorial la moda de ese tiempo. Las minifaldas “tenían” que usarlas desde chicas de anatomía abundante que disfrutaban del flan mixto, hasta escuálidas pibas que desayunaban medio pomelo con chuker. Y desde señoras que no se ablandaban en el primer hervor, hasta chiquilinas de sala celeste. Llegué a tomar la comunión en minifalda para espanto de mi hija cada vez que mira la foto. No comprende tanta carne al aire en tan solemne circunstancia. Todas uniformadas con minifalda, hasta la catequista.
El punto cumbre de la carrera de diseñadora de mi madre, fue cuando arregló una sesión de fotos con el único fotógrafo del pueblo. Y también fue el punto cumbre de mi hartazgo.
Ocho o diez cambios de ropa en la casa del fotógrafo, que oficiaba también de estudio. En una aparezco “admirando” con una pose armada, su televisor de tubo a transistores. Piso calcáreo amarillo y fondo de alguna cortina de dudoso estampado.
La sesión también incluía una foto en malla. Yo ni conocía el mar. No teníamos piletita de lona ni tanque australiano, apenas si podíamos presumir de un fuentón de chapa. Pero la doña tenía en claro que en el “book” no podía faltar la foto en traje de baño. La locación elegida para que parezca veraniega fue el patio de cemento del fotógrafo, cubierto con una parra y con unas sillas de plástico por ahí.
Al “outfit” le agregó muy atinadamente un gorrito, y lentes de sol de plástico. Y por suerte desistió de las botitas blancas.
A las fotos había que esperarlas capaz un mes, y aceptarlas y quererlas como salieran. Pero mi vieja no estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa, y en este punto, descolló en la edición de imágenes. Porque en la foto “playera”, el brillo del flash hizo que uno de los plásticos de mis lentes de sol lo reflejara y saliera blanco. Salí como si tuviera un ojo vendado. Entonces, decidida a corregir la imagen malograda, agarró una birome azul y una negra, pintó la lente blanca por el reflejo, de color azul, y al medio, le zampó lo que sería mi ojo con unos trazos irregulares en birome negra. Un verdadero espanto el resultado. Pero imposible negar la osadía de mi vieja. Una precursora del photoshop.
Ahora aborrezco los probadores y probarme ropa, la joguineta con crocs es mi conjunto preferido, evito las fotos cual Nicolino Locche esquivando piñas y me la secan los desfiles de moda y las fiestas de disfraces.
Aunque debo confesar que cada tanto espío alguna que otra alfombra roja de celebrities. Al fin y al cabo soy hija de mi madre, diseñadora, estilista, manager y editora de imágenes.
Con apenas una Singer a pedal y dos biromes.
