«MARCA CULO»

Por Claudia Baier

Qué tiempos aquellos en que la ida al súper era casi un paseo. Relajado. Charlabas con conocidos y extraños y boludeabas mientras revoleabas paquetes al chango.

Ahora vas con cuatro anteojos y dos calculadoras para analizar ofertas, calcular conveniencias comparando gramajes y metrajes y leer la letra chica que dice “no acumulable con otras promociones”, leyenda que es un puñal artero para toda la estrategia puesta en marcha con el fin de reducir el ticket.

Las fechas de vencimiento y la cantidad de octógonos pasaron a ser nimiedades. Morirás intoxicada pero a bajo costo.

Y en ese triste deambular por las góndolas, alimentás al escuálido chango sólo con lo indispensable y obviamente marca Culo. El detergente que no hace espuma, la lavandina sin olor a lavandina, el queso “reconstituído” que permanece estoico en el horno sin derretirse, el queso rallado que es un puñado de aserrín con sal y grasa, el champú baboso, los fideos sin sémola sin huevo sin harina, de plástico básicamente, la yerba puro palo, y así todo. Todo marca Culo.  

La sección verdulería inauguró el cajoncito de los “Muertos vivos” a precios rebajados, de ahí elegís dos papas brotadas, una zanahoria descolorida y un ramo de acelgas mustias. Una pera con machucones y dos bananas negras.

Párrafo aparte merecen los papeles higiénicos. Las marcas son dedicatorias, palabras cariñosas, puro franeleo para tu culo. Adorable, Cariñoso, Elegante, Suave, Dicha, Regio, Pétalo, Felpita, Noble, Mimmo, Confort, Ultra soft, Premier, Meterete, Pal’Q-lito. No queremos palabras bonitas, pónganle un insulto como marca si les apetece, sólo buscamos el precio más bajo. Así como no queremos chamullo de una pareja, queremos que arregle el enchufe y saque la basura. Elegís cuatro rollos de Campanita. Por precio, no por mérito.

Me falta proteína te grita el chango. Te hacés la sorda, pero te chocaste con la oferta de alitas de pollo a granel, levantás algunas raciones y enfilás rápido para la caja antes de caer en un pozo de angustia.

Y a pesar del reduccionismo feroz que aplicaste, el valor final del ticket te produce taquicardia y ganas de llorar y putear a los gritos, pero te controlás, porque la cajera no tiene la culpa, y el de seguridad no tiene el ánimo suficiente para andar arrastrando a una vieja loca del brazo hasta la vereda, son otros sufrientes consumidores como vos.

Esto no es lo peor. El laburo real comienza antes de ir. Logística pura al servicio de estirar la plata. Armás una cartulina con un complejo fixture que incluye: ofertas del súper según el día de la semana, lunes lácteos, martes fruta y verdura, miércoles carne…, y así rotando, para hacerte la vida más difícil, días de descuentos para jubilados, días de descuentos de la billetera virtual de tu banco con topes de reintegro. Hacés un cruce de información de todos estos datos, tremendo rompecabezas para que te dé como resultado, que tenés que ir todos los días al súper por algo distinto. Al menos te vas a conservar atlética. Lita de Lázzari un poroto.

Arranca una nueva semana. Tenés que armar otra cartulina, porque te cambiaron los días de las ofertas y el de descuento a jubilados, y tu banco cambió los topes de reintegro, los comercios adheridos y los días de descuento, porque te vio demasiado relajada.

Derrotada, mirás la heladera semivacía y la alacena clamando por carbohidratos.
Mandás la cartulina a la mierda, y te cruzás al kiosco a comprarte un pancho transgénico  y un juguito con ocho octógonos marca Culo.