
La muerte de un funcionario
Por ANTON CHEJOV (Rusia, 1860-1904)
Se suele unir su nombre con el teatro y decir que incursionó en el cuento. Nosotros, sin renegar por supuesto de La gaviota, El Jardín de los cerezos o los cientos de cuentos que conforman su obra, nos atrevemos a decir que Chejov influenció y dio forma a todos los escritores del siglo siguiente. ¿Cómo imaginar a Carver, Salinger o Katherine Mansfield sin él? Maestro de maestros. Va esta perla. No se la pierdan.
El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz…, cuando, de repente… —en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de imprevistos—, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.
Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan…, a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.
—Le he salpicado probablemente —pensó Tcherviakof—; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio…; hay que excusarse.
Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:
—Dispénseme, excelencia, le he salpicado…; fue involuntariamente…
—No es nada…, no es nada…
—¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo…; yo no me lo esperaba…
—Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!
Tcherviakof, avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena. Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:
—Excelencia, le he salpicado… Hágame el favor de perdonarme… Fue involuntariamente.
—¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo —contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.
“Lo ha olvidado; mas en sus ojos se lee la molestia —pensó Tcherviakof mirando al general con desconfianza—; no quiere ni hablarme… Hay que explicarle que fue involuntariamente…, que es la ley de la Naturaleza; si no, pensará que lo hice a propósito, que escupí. ¡Si no lo piensa ahora, lo puede pensar algún día!…”
Al volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesía. Mas le pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza; desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no era su «jefe», se calmó y dijo:
—Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.
—¡Precisamente! Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño…; no dijo ni una palabra razonable…; es que, en realidad, no había ni tiempo para ello.
Al día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y se fue a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en la sala de espera, vio muchos solicitantes y al propio consejero que personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a varios de los visitantes, se acercó a Tcherviakof.
—Usted recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia… —así empezó su relación el alguacil —yo estornudé y le salpiqué involuntariamente. Dispen…
—¡Qué sandez!… ¡Esto es increíble!… ¿Qué desea usted?
Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.
“¡No quiere hablarme! —pensó Tcherviakof palideciendo—. Es señal de que está enfadado… Esto no puede quedar así…; tengo que explicarle…”
Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:
—¡Excelencia! Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito… No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá…
El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:
—¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!
Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.
“Burlarme yo? —pensó Tcherviakof, completamente aturdido—. ¿Dónde está la burla? ¡Con su consejero del Estado; no lo comprende aún! Si lo toma así, no pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! ¡Le escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le juro que no iré a su casa!”
A tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su decisión, no le escribió carta alguna al consejero. Por más que lo pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al otro día juzgó que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.
—Ayer vine a molestarle a vuecencia —balbuceó mientras el consejero dirigía hacia él una mirada interrogativa—; ayer vine, no en son de burla, como lo quiso vuecencia suponer. Me excusé porque estornudando hube de salpicarle… No fue por burla, créame… Y, además, ¿qué derecho tengo yo a burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración… No habrá…
—¡Fuera! ¡Vete ya! —gritó el consejero temblando de ira.
—¿Qué significa eso? —murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.
—¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! —repitió el consejero, pataleando de ira.
Tcherviakof sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió lentamente a su casa… Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y… murió.

La senda del solitario
por O.HENRY (EEUU, 1862-1910)
De O. Henry pueden decirse muchas cosas menos que fue una persona honorable. Excedido en alcohol, estafas, fugas y hasta un período de prisión, vivió de sus cuentos cuando pudo y de medios desconocidos cuando no, amó como un romántico y tal vez no, pero lo que nadie puede negar es que fue un escritor que nos hizo reír y emocionar a todos los que tuvimos la fortuna de leerlo. Queremos compartirla y acá va un botón.
Moreno como un grano de café, robusto, provisto de espuelas y pistolas, cauteloso, indomable, vi a mi viejo amigo, Buck Caperton, ayudante del sheriff, caer con un tintineo de espuelas en una silla de la antesala de su superior.
Ya que a esa hora los tribunales estaban casi desiertos, y recordando que a veces Buck solía relatarme historias jamás impresas, le seguí y, conociendo sus debilidades, no me costó impulsarle a hablar. Porque para el paladar de Buck los cigarrillos liados con hojas de maíz eran dulces como la miel; y si bien era capaz de apretar el gatillo de una 45 con velocidad y puntería, nunca había aprendido a liar cigarrillos.
No fue culpa mía (pues yo liaba cigarrillos compactos y bien formados) sino de un antojo suyo, el que, en lugar de alguna odisea del chaparral, me viera yo escuchando… ¡una disertación sobre el matrimonio! ¡Cosas de Buck Caperton! Pues yo sigo sosteniendo que los pitillos eran impecables y, por lo tanto, solicito mi absolución.
—Acabamos de traer a Jim y Bud Granberry —dijo Buck—. Un asunto de robo de trenes. Fue en el paso de Aransas, el mes pasado. Los apresamos en el llano de Veinte Millas, al sur del Nueces.
—¿Os costó mucho acorralarlos? —pregunté; aquélla era la clase de alimento que reclamaba mi apetito épico.
—Un poco —dijo Buck; y luego, en el curso de una breve pausa, el pensamiento se le perdió por otros caminos—. Es extraño lo que sucede con las mujeres —continuó—, y el lugar que ocupan en la naturaleza. Si me pidieran que las clasificara, diría que son una especie de hierbas astrágalos de humanos. ¿Alguna vez has visto un potrillo que haya estado masticando esa planta? Lo llevas a un arroyo de medio metro de ancho, empieza a resoplar y hasta es capaz de tirarte de la silla. Retrocede como si estuviera delante del Mississippi. Y al rato baja por la ladera de un cañón de setenta metros como si entrara en un prado. Pues lo mismo les sucede a los casados.
»Es que estaba acordándome de Perry Rountree, que era compañero mío antes de cometer pecado de matrimonio. En aquellos tiempos Perry y yo detestábamos que nos molestaran. Vagábamos mucho, despertando toda clase de ecos y haciendo que cada cual se ocupara de sus asuntos. Cuando llegábamos a la ciudad en busca de diversión, se declaraba día de fiesta para todos los inscritos en el censo. Las fuerzas del sheriff se dedicaban por completo a dominarnos, y el resto de la gente tenía jornada libre. Pero entonces apareció esa Mariana la irresistible, y le hizo una caída de ojos, y en menos de lo que canta un gallo ya estaban preparando el ajuar y los arreos.
»Ni siquiera me invitaron a la boda. Apuesto a que la novia hizo un balance de mi pedigree y la alta estima en que se tenían mis costumbres, y decidió que Perry se movería mejor bajo los arneses sin tener al lado un potro como Buck Caperton, más bien reacio a los deberes matrimoniales. De modo que pasaron seis meses hasta que volví a ver a Perry.
»Un día, paseando por los suburbios de la ciudad, divisé algo parecido a un hombre que rociaba un rosal con una regadera en el jardincito de una casa minúscula. Seguro de haber visto antes a un penco similar, me paré frente a la cancilla, a ver si le descubría la marca en el flanco. No era Perry Rountree, sino una especie de gelatina de pescado en que le había convertido el matrimonio.
»Lo que Mariana había perpetrado recibe un nombre: homicidio. Claro que tenía buen aspecto, pero llevaba cuello blanco y zapatos, y se podía apostar a que hablaría con toda educación y pagaría los impuestos, y para beber, separaría el meñique, como hacen los borregos y los tipos de ciudad. ¡Rayos! ¡Lo que sentí al ver a Perry corrompido y transformado en un badulaque cualquiera!
»Se acercó a la portilla y me estrechó la mano; entonces yo, empleando todo mi sarcasmo y una voz de loro con catarro le dije:
»—Excúseme, mister Rountree… Así se llama usted, ¿verdad? Si no me equivoco, creo que en una época tuve el honor de ser su compañero.
»—¡Oh, Buck, vete al diablo! —dijo Perry con cortesía, confirmando mis temores.
»—Pues entonces escúchame —le dije—, mascota decadente, infecto jardinero de tres al cuarto, ¿qué estás buscando? Mírate un poco al espejo; lo único que puedes pretender, con esa pinta de tipo decente e inofensivo, es formar parte de un jurado o ponerte a reparar la puerta de tu casa. ¡Y pensar que hasta no hace mucho eras un hombre…! No sabes el asco que me dan estas cosas. ¿Por qué no te metes en la casa a contar los tapetitos o poner el reloj en hora, en vez de quedarte al aire libre? Ten cuidado, puede atacarte un conejo.
»—Oye, Buck —dijo Perry bonachonamente y algo apenado—, me parece que no comprendes. Cuando un hombre se casa debe cambiar. No siente del mismo modo que un bruto como tú. Malgastar el tiempo molestando a la gente pacífica de los pueblos, jugando a las cartas y bebiendo es un verdadero pecado.
»—Hubo un tiempo —dije yo, y espero haber suspirado— en que cierto corderito domesticado cuyo nombre conozco demostraba amplios conocimientos en el campo de las depravaciones perniciosas. Alguna vez fuiste una verdadera plaga, Perry, y jamás habría esperado verte reducido a un frívolo fragmento humano. Pero mira, te has puesto corbata y hablas la jerga vacía e insulsa de los tenderos y las mujeres. Bien podrías llevar sombrilla y portaligas, y llegar temprano a casa todas las noches.
»—Mi mujercita —dijo Perry— me ha hecho mejorar muchísimo. Eso es lo que creo. Pero tú no podrías entenderlo, Buck. Desde que me casé no he ido de juerga una sola noche.
»Seguimos hablando un rato, y te juro por mi salud que de repente el tipo me interrumpió y empezó a hablar de las seis tomateras que cultivaba en el jardín. ¡Y lo increíble es que me refregó en la nariz su degradación hortelana mientras yo le recordaba cómo nos habíamos divertido desplumando a aquel tahúr en la taberna de California Pete! Sin embargo, poco a poco, fue recuperando el sentido común.
»—He de admitir que a veces resulta un poco monótono, Buck —dijo—. No es que no sea completamente feliz con mi mujercita, pero todo hombre necesita echar una cana al aire de vez en cuando. Así que mira: esta tarde Mariana irá a visitar a una amiga y no regresará hasta las siete. Esa es la hora límite para los dos: las siete. Ninguno se retrasa un solo minuto, a menos que estemos juntos. Y la verdad es que me alegra verte, Buck —siguió—, porque no me faltan ganas de correrme una juerguecita contigo en recuerdo de los viejos tiempos. ¿Qué te parece si esta tarde salimos a divertirnos juntos? A mí me encantaría.
»De la palmada que le propiné, el cautivo fue a parar al centro del jardín.
»—Corre a buscar tu sombrero, cocodrilo reseco —le grité—. Todavía no estás muerto. Por más que te hayan puesto el yugo, aún te queda algo de humano. Haremos trizas la ciudad, a ver cómo responde. Investigaremos la ciencia del descorchamiento hasta sus últimos rincones. Apenas vuelvas a recorrer la senda del vicio con el viejo tío Buck —le dije—, te saldrán cuernos nuevos, so vaca arrugada. —Y le di un puñetazo en las costillas.
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa —replicó Perry.
»—Sí, claro —dije yo, y me guiñé el ojo, porque conocía bien cómo cumplía Perry los horarios una vez se encariñaba de una barra.
»Fuimos a la Mula Gris, esa vieja taberna de adobe que está junto al depósito de la estación.
»—Di qué quieres —le propuse no bien apoyamos las pezuñas en el mostrador.
»—Zarzaparrilla —dijo Perry.
»Tan sorprendido me dejó, que hubieran podido derribarme con una cáscara de limón.
»—A mí puedes insultarme todo lo que quieras —dije—, pero haz el favor de pensar en el tabernero. Quizá sufra del corazón. Pon dos vasos altos —ordené— y esa botella que está a la izquierda de la nevera.
»—Zarzaparrilla —insistió Perry, y en ese instante se le iluminaron los ojos y me percaté de que estaba ansioso por exponerme una idea genial—. Buck —dijo sumamente interesado—. ¡Ya sé lo que vamos a hacer! Quiero que este día me quede grabado con letras rojas en la memoria. Últimamente he estado demasiado metido en casa y necesito distraerme. Lo pasaremos como nunca. Iremos a la trastienda y jugaremos a las damas hasta las seis y media.
»Me incliné sobre el mostrador y le dije a Orejas Mike, que estaba alerta:
»—Prométeme que no le contarás esto a nadie. Tú conoces bien a Perry. Pero sucede que ha estado enfermo y el médico ha aconsejado que le levantáramos el ánimo.
»—Danos el tablero y las fichas, Mike —dijo Perry—. Estoy loco por divertirme.
»Pasamos a la trastienda. Antes de cerrar la puerta, le dije a Mike:
»—No se te ocurra mencionarle a nadie que has visto a Buck Caperton en relaciones fraternales con la zarzaparrilla y el tablero. Como me entere de que lo has contado, te haré una muesca en la otra oreja.
»Cerré la puerta y jugamos a las damas. Estar allí, sentado ante aquella humillada rareza hogareña que estallaba en gritos de alborozo cada vez que comía una ficha y chorreaba placer cuando coronaba una dama, habría bastado para enfermar de tristeza a un perro pastor. El, que solo quedaba satisfecho cuando ganaba seis partidas de bingo o dejaba a los banqueros de faro en estado de postración nerviosa, no podía ser el mismo que movía ahora las fichas como Mariquita en una fiesta escolar. Aquello era insoportable.
»Y sin embargo seguí jugando con las negras, sudando de miedo a que entrara algún conocido y me sorprendiese. Me puse a pensar en ese lío del matrimonio, en lo mucho que se parece al juego que inventó la señora Dalila. Aquella mujer le cortó el pelo a su pobre marido, y ya sabemos cómo se ve la cabeza de un hombre después de que la esposa se ensañe con ella. Entonces vinieron los fariseos y el muchacho se sintió tan avergonzado que echó la casa abajo. “Basta que un hombre se case —pensé— para que pierda la garra, el orgullo y las ganas de hacer locuras. No beben, no asustan a nadie, ni siquiera se pelean. ¿Para qué se casan entonces?”, me pregunté.
»Perry, con todo, parecía estar disfrutando enormemente.
»—Buck, querido bestia —me dijo—, ¿no es la tarde más fantástica de nuestra vida? No recuerdo haberme divertido tanto en muchos años. Sabes, desde que me casé he estado demasiado apegado a mi hogar; hacía mucho que no me iba de parranda.
»¡Parranda! ¡Llamaba parranda a jugar a las damas en la trastienda de la Mula Gris! Supongo que le parecía ligeramente más inmoral y disoluto que pasearse entre tomateras con un hisopo en la mano.
»A cada momento consultaba su reloj y repetía:
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa, Buck.
»—Está bien —le respondía yo—. Ahora cállate y mueve.
Me estoy muriendo de excitación. Si no me freno e intento sosegarme un poco, la tensión acabará con mis nervios.
»Serían las seis y media cuando se empezaron a oír ruidos en la calle. Hubo un griterío, disparos de revólver y un estrépito de caballos que iban y venían.
»—¿Qué será eso? —pregunté.
»—Alguna tontería en la calle —dijo Perry—. Te toca a ti. Tenemos el tiempo justo para terminar esta partida.
»—Echaré una ojeada por la ventana —dije—. No esperarás que un simple mortal pueda soportar al mismo tiempo que le coman una dama y escuchar un tumulto callejero.
»La Mula Gris era una de esas viejas construcciones españolas de adobe, y la trastienda solo tenía dos ventanas de medio metro de ancho protegidas por rejas. Asomándome a una de ellas comprendí la causa del alboroto.
»Diez hombres de la banda de Trimble, la peor pandilla de forajidos y cuatreros de todo Texas, venían por la calle disparando a diestro y siniestro. Avanzaban directamente hacia la Mula Gris. Después los perdí de vista, pero los oímos bajarse de los caballos frente a la puerta y llenar el salón de plomo. Hicieron añicos el espejo y destrozaron varias botellas. Nos imaginábamos a Orejas Mike atravesando la plaza como un coyote despavorido, mientras alrededor las balas levantaban el polvo. Por fin la banda campó por sus respetos en la taberna, bebiendo lo que quería y rompiendo lo que no le gustaba.
»Tanto Perry como yo los conocíamos, y ellos a nosotros. Un año antes de que Perry se casara, habíamos estado los dos en la misma cuadrilla de batidores y, después de perseguir a la banda hasta San Miguel, nos habíamos traído de vuelta a Ben Trimble y a dos más para que los juzgaran por asesinato.
»—No podemos salir —dije—. Tendremos que quedarnos hasta que se vayan.
»Perry miró su reloj.
»—Las siete menos veinticinco —dijo—. Podemos acabar la partida. Te tengo acorralado. Y te toca a ti, Buck. Ya sabes que he de estar en casa a las siete.
»Nos sentamos y seguimos jugando. La banda de Trimble no lo estaba pasando nada mal. Se estaban poniendo las botas. Bebían más y más, y mientras iban bebiendo, usaban vasos y botellas como blanco. Por dos o tres veces intentaron abrir nuestra puerta. Después se oyeron más tiros en la calle y yo miré por la ventana. Ham Gosset, el sheriff, había apostado a su gente al otro lado de la calle y trataba de abatir a alguno de los Trimble a través de las ventanas.
»Aquella partida la perdí. Debo decir en mi descargo que Perry me comió tres damas que yo habría salvado de ser otras las circunstancias. Pero cada vez que me comía una ficha, el bragazas aquel cacareaba como una gallina idiota que picotea granos de maíz.
»Cuando acabó la partida, Perry se puso en pie y consultó su reloj.
»—Lo he pasado en grande, Buck —dijo—. Pero ahora he de marcharme. Son las siete menos cuarto, y ya sabes que a las siete tengo que estar en casa.
»Pensé que me tomaba el pelo.
»—No pasará menos de una hora antes de que esos tipos decidan largarse o la borrachera los tumbe —dije yo—. Supongo que no estarás tan cansado del matrimonio como para suicidarte de repente, ¿verdad? —dije, y solté una carcajada.
»—Una vez llegué a casa con media hora de retraso —dijo Perry—. Mariana estaba esperándome en la calle. Si la hubieses visto, Buck… Pero dudo que lo comprendas. Ella sabe muy bien qué clase de golfo he sido, y teme que me suceda algo. Nunca más volveré tarde a casa. Ahora voy a despedirme, Buck.
»Le cerré el paso hacia la puerta.
»—Mira, casadito —dije—, ya me doy cuenta de que en cuanto el cura te enredó, empezaste a volverte imbécil; pero ¿será posible que al menos una vez pienses como un ser humano? Ahí fuera hay diez bandidos embrutecidos por el whisky y los deseos de matar. Si sales de aquí, durarás menos que una botella de vino. De modo que emplea la inteligencia, o al menos el instinto del jabalí. Siéntate y espera hasta que podamos escapar sin que nos saquen de aquí en ataúd.
»—Tengo que estar en casa a las siete, Buck —repitió aquel cerebro de gallina como si fuese un loro subnormal—. Mariana estará esperándome. —Y, alargando el brazo, le arrancó una pata a la mesa que sostenía el tablero—. Pasaré entre la banda de Trimble como una liebre por un corral alborotado. Ya me he curado de la fiebre de los jaleos, pero tengo que estar en mi casa a las siete. Cierra la puerta cuando haya salido, Buck, y no olvides que te he ganado tres de las cinco partidas. Jugaría un rato más, pero Mariana…
»—Cierra el pico, correcaminos chiflado —le interrumpí—. ¿Cuándo has visto que el tío Buck cierre la puerta a los problemas? No estaré casado —le dije—, pero soy más tonto que un condenado mormón. Cuatro menos una es igual a tres —dije, y arranqué otra pata de la mesa—. Llegaremos a casa a las siete, aunque solo sea a la casa celestial. ¿Me dejarás acompañarte a casa, zarzaparrillero, jugador de damas sediento de muerte y destrucción?
»Abrimos la puerta muy despacio y enseguida nos abalanzamos hacia la salida. Parte de la banda estaba alineada en el mostrador; otros servían las bebidas y el resto espiaba por la puerta y las ventanas, tiroteándose con los hombres del sheriff. Estaba todo tan lleno de humo que no nos advirtieron hasta que estuvimos a mitad de camino. Pero entonces, desde algún sitio, Berry Trimble aulló:
»—¿Cómo se ha metido aquí Buck Caperton? —Y una bala me rozó la piel del cogote. Aquello no debió de gustarle, porque Berry es el mejor tirador que hay al sur de las vías del Southern Pacific. Tal vez fuese el humo, que no favorecía precisamente la puntería.
»Perry y yo descrismamos a un par de bandidos con nuestros garrotes, que fallaban menos que las balas, y, mientras corríamos hacia la puerta, le arrebaté el Winchester a un sujeto que montaba guardia. Entonces me volví y arreglé cuentas con mister Berry.
»Perry y yo salimos a la calle y doblamos la esquina. No había esperado librarme de aquélla, pero tampoco habría podido dejarme intimidar por un tipo casado. En opinión de Perry, el gran suceso de la jornada habían sido las partidas de damas; pero, a poco buen juez que sea yo en materia de pasatiempos refinados, creo que aquella estampida a través del salón de la Mula Gris, a golpe de patas de mesa, merecía figurar en cabeza de cualquier antología.
»—Date prisa —dijo Perry—. Faltan dos minutos para las siete, y tengo que estar en casa…
»—Vamos, cállate —contesté—. Yo debo presentarme como testigo de cargo en una investigación judicial que empieza a las siete, y no culparé a nadie por el retraso.
»No me quedó más remedio que pasar por la casita de Perry. Su Mariana estaba en la puerta. Llegamos a las siete y cinco. Ella llevaba un delantal azul y se había peinado el cabello muy tirante y hacia atrás, como lo hacen las niñas cuando quieren parecer personas mayores.
»No nos vio hasta que nos acercamos, porque estaba mirando hacia el otro lado. Pero de pronto se dio la vuelta, divisó a Perry, y una expresión extraña, como de alivio, si es posible describirla así, le fue ganando la cara. La oí lanzar un largo suspiro, como lo hubiese hecho una vaca a la que le devolvieran su ternero, y luego dijo:
»—Llegas tarde, Perry.
»—Cinco minutos —respondió él, todo jovialidad—. Es que el viejo Buck y yo hemos estado jugando a las damas.
»Perry me presentó a Mariana y me invitaron a entrar. Pero no acepté. No, señor. Por ese día ya había tenido bastante vida familiar. Dije que debía marcharme y aseguré que había pasado una tarde muy agradable con mi buen amigo.
»—Especialmente —añadí para tomarle el pelo un poco a Perry— cuando, en plena partida, se desprendieron de pronto las patas de la mesa. —Pero no continué porque había prometido que no hablaría de lo sucedido delante de Mariana.
»No he dejado de pensar en este asunto desde que ocurrió —prosiguió Buck—. Hay algo que me da vueltas en la cabeza y no acabo de comprender.
—¿Y qué es? —pregunté yo, mientras terminaba de liar el último cigarrillo y se lo pasaba a él.
—Bien, te lo diré. Cuando vi la mirada que esa mujercita dirigía a Perry al volverse y comprobar que regresaba a casa sano y salvo, por un instante me pareció que aquella mirada valía más que todas nuestras sandeces, zarzaparrilla y damas incluidas; y que si en aquella historia había un tonto, no era el que respondía al nombre de Perry Rountree.