LEAN, NO SEAN BESTIAS N°18

EL QUINTO PASO

Por Stephen King
(Estados Unidos, 21 de septiembre de 1947. King se acerca galamente a sus 80 años y sigue tan productivo como siempre, y tan controversial.
Sin proponérselo su  obra vino a derribar un mito muy arraigado entre los intelectuales: “si  es popular no puede ser bueno”. Pero durante cuatro horas por día durante su larga vida King se dedicó a su oficio de inventar historias de terror. Su primera novela fue Carrie que, llevada al cine, fue un furor mediático. Su destino estaba jugado, y el éxito era inevitable. El cuento que elegimos para este número reafirma por qué Stephen King es un maestro del suspenso).

Harold Jamieson, en su dia ingeniero jefe del Departamento de Limpieza y Recogida de Basuras de la Ciudad de Nueva York, disfrutaba de su jubilación. Por su reducido círculo de amigos, sabía que no todo el mundo podía decir lo mismo, asi que se consideraba afortunado. Tenía un jardin de cuatro mil metros cuadrados en la parte alta de Manhattan que compartía con varios horticultores de mentalidad afín, había descu bierto Netflix y hacia progresos en la lectura de los libros que siempre habia deseado leer. Aún añoraba a su mujer -víctima de un cáncer de mama cinco años antes-, pero, aparte de esa aflicción persistente, gozaba de una vida bastante plena. Cada mañana, antes de levantarse, se recordaba que debía sacar el mayor provecho del día. A sus sesenta y ocho años, se complacía en pensar que todavía le quedaba un trecho consi derable del camino, pero era innegable que había empezado a acortarse.

La mejor parte de esos días -en el supuesto de que no lloviera, nevara o hiciera demasiado frío- era el paseo de nueve manzanas hasta Central Park después del desayuno. Pese a que llevaba móvil y utilizaba una tableta electrónica (había desarrollado una relación de dependencia con ella, de hecho), aún prefería la edición en papel del Times. En el parque se acomodaba en su banco favorito y se pasaba alli una hora leyendo las secciones de detrás hacia delante mientras se decía que avanzaba de lo sublime a lo ridículo.

Una mañana de mediados de mayo, con el tiempo tirando a fresco pero más que aceptable para sentarse en un banco y leer el periódico, apartó la vista del diario y, molesto, vio que un hombre de mediana edad ocupaba el extremo opuesto del banco, pese a que había otros muchos vacíos en las inmediaciones. El invasor del espacio matutino de Jamieson aparentaba entre cuarenta y cinco y cincuenta años, no era guapo ni feo, de hecho era absolutamente anodino. Lo mismo podía decirse de su indumentaria: zapatillas para caminar New Balance, vaqueros, una gorra de los Yankees y una sudadera de los Yankees con la capucha hacia atrás. Jamieson le lanzó una mirada impaciente de soslayo e hizo ademán de marcharse a otro banco.

-No se vaya -dijo el hombre-. Se lo ruego. Me he sentado aquí porque necesito un favor. No es un gran favor, pero lo recompensaré.- Se metió la mano en el bolsillo de la su

dadera y sacó un billete de veinte dólares.

-No hago favores a desconocidos- respondió Jamieson, y se levantó.

-Pero se trata precisamente de eso, de que los dos somos desconocidos. Escuche mi propuesta. Si se niega, no hay problema. Pero le ruego que me escuche. Podría… – Se aclaró la garganta, y Jamieson advirtió que el intruso estaba nervioso. -Podría estar salvándome la vida.

Jamieson se detuvo a pensar y se sentó. Pero lo más alejado posible del otro hombre sin despegar ambas nalgas del banco.

-Le concedo un minuto, pero si lo que dice me parece un disparate, me iré. Y guárdese el dinero. Ni lo necesito ni lo quiero.

El hombre observó el billete como si se sorprendiera de encontrarlo aún en su mano; luego se lo metió de nuevo en el bolsillo de la sudadera. En lugar de volverse hacia Jamieson, se apoyó las manos en los muslos y se las miró.

-Soy alcohólico. No bebo desde hace cuatro meses. Cuatro meses y doce días, para ser exactos.

-Enhorabuena-dijo Jamieson. Supuso que hablaba en serio, pero le entraron aú

-Enhorabuena- dijo Jamieson. Supuso que hablaba en serio, pero le entraron aún más ganas de marcharse. De abandonar el parque, si era necesario. Aunque el individuo parecía cuerdo, Jamieson, viejo como era, sabía que a veces los desvaríos no afloraban de inmediato.

-Lo he intentado ya tres veces, y una de ellas aguanté casi un año. Creo que esta podría ser mi última oportunidad para llevarme el gato al agua. Estoy en AA. Es…

-Ya sé lo que es. ¿Cómo se llama, señor que no bebe desde hace cuatro meses?

-Puede llamarme Jack, con eso basta. En el programa no usamos el apellido.

Eso Jamieson también lo sabía. En las series de Netflix, muchos personajes tenían problemas con el alcohol.

-¿Y qué puedo hacer por usted, Jack?

– En los tres primeros intentos, no tenía un padrino en el programa, una persona que te escucha, contesta a tus preguntas, a veces te dice qué debes hacer. Esta vez sí. Conocí a un hombre en las reuniones de la tarde en el Bowery, y la verdad es que me gustó lo que decía. Y la forma en que se comportaba, ¿sabe? Doce años sin beber, un hombre con los pies en el suelo. Trabaja en ventas, como yo.

Se había vuelto hacia Jamieson, pero enseguida fijó la vista de nuevo en sus propias manos.

-Yo era un vendedor de primera. Durante cinco años estuve al frente del departamento de ventas de… Bueno, da igual, pero no era un sitio cualquiera, conocería usted el nom bre de la empresa si se lo dijera. Estaba en San Diego. Ahora voy por las tiendas de comida y los pequeños supermercados de los cinco distritos vendiendo postales y bebidas energéticas. En fin, el peldaño más bajo del escalafón.

-Vaya al grano- instó Jamieson, aunque sin aspereza; a su pesar, comenzaba a sentir cierto interés. Eso de que un desconocido se sentara en tu banco y te soltara el rollo no pasaba todos los días. Y menos en Nueva York-. Justo me disponía a ver qué tal van los Mets. Según parece, han arrancado con buen pie.

Jack se frotó la boca con la palma de la mano.

-Ese hombre al que conocí en las reuniones del atardecer me cayó bien, así que un día, al acabar, le pedí que me apadrinara. Eso fue en marzo. Me miró de arriba abajo y dijo que me aceptaba, pero con dos condiciones: que hiciera todo lo que él me indicara y que lo telefoneara si me entraban ganas de beber. “Entonces te llamaré todas las putas noches”, respondí, y él dijo: «Pues llámame todas las putas noches y, si no lo cojo, deja un mensaje en el contestador». Luego me preguntó si seguía los Pasos. ¿Sabe qué es eso?

-Vagamente.

-Le dije que no había llegado hasta ahí. Insistió en que si quería que me apadrinara, tendría que empezar. Me aseguró que los tres primeros eran los más difíciles y los más fáciles. El mensaje, en pocas palabras, se reduce a esto: Yo solo no puedo dejarlo, pero con la ayuda de Dios si podré, y por tanto voy a permitirle que me ayude».

Jamieson resopló.

-Contesté que yo no creía en Dios. Ese hombre, Randy se llama, dijo que le importaba un carajo. Me indicó que cada mañana me pusiera de rodillas y le pidiera a ese Dios en el que no creía que me ayudara a seguir sobrio un día más. Randy me preguntó si estaba dispuesto a hacerlo, y le dije que sí. Porque, si no, lo perdería a él. ¿Entiende?

-Claro. Estaba usted desesperado.

-Exacto! El don de la desesperación, así lo llaman en AA. Randy me aseguró que si no rezaba y luego le decía a él que había rezado, se daría cuenta. Porque se había pasado treinta años mintiendo sin parar.

-¿Y usted rezó? ¿A pesar de que no creía en Dios?

-Recé, y me ha dado resultado. En cuanto a mi convicción de que Dios no existe…, cuanto más tiempo paso sobrio, más se tambalea.

-Si va a pedirme que rece con usted, olvídese.

Jack sé miró las manos con una sonrisa.

-No. Todavía me da un poco de vergüenza arrodillarme incluso cuando estoy solo. El mes pasado, en abril, Randy me pidió que diera el Cuarto Paso. Es cuando hacemos un inventario moral de nosotros mismos, en principio introspectivo y sin temor.

-Y lo ha hecho?

-Sí. Randy me dijo que debía anotar todo lo malo y después pasar la página y hacer una lista de todo lo bueno. Lo malo me llevó diez minutos. Para lo bueno necesité más de una hora. Al principio, no se me ocurría nada bueno, pero al final escribí: «Al menos tengo sentido del humor». Como así es. En cuanto llegué ahí, se me ocurrieron unas cuantas cosas más. Cuando le conté a Randy que me había costado encontrar puntos fuertes en mi personalidad, dijo que era normal. «Has bebido durante casi treinta años», dijo. Eso deja muchas cicatrices y magulladuras en la imagen que uno tiene de sí mismo. Pero, si sigues sobrio, esas magulladuras sanarán. Luego me pidió que quemara las listas. Dijo que así me sentiría mejor.

-¿Y se sintió mejor?

-Por raro que parezca, sí. La cuestión es que con eso llegamos a la petición de Randy de este mes.

-Más bien una exigencia, supongo -dijo Jamieson con un amago de sonrisa. Plegó el periódico y lo dejó a un lado.

Jack también sonrió.

– Veo que va captando la dinámica padrino-apadrinado. Randy me dijo que había llegado el momento de dar el Quinto Paso.

-¿Que es…?

-“Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano la naturaleza exacta de nuestros defectos” dijo Jack, marcando unas comillas con los dedos. Le contes té que bien, que haría una lista y se los leería. Dios podía escuchar también. Con la idea de matar dos pájaros de un tiro.

-Mucho me temo que se negó.

-Se negó. Me dijo que debía dirigirme a un completo desconocido. Primero me sugirió que probara con un sacerdote o un pastor, pero no he puesto los pies en una iglesia desde que tenía doce años y no siento el menor deseo de volver. Al margen de lo que ahora empiezo a creer…, y aún no sé qué es…, no necesito sentarme en el banco de una iglesia para agilizar el proceso.

Jamieson, que tampoco era practicante, asintió.

-Randy propuso: «Basta con que te acerques a alguien en Grand Park o Washington Square Park o Central Park y le pidas que escuche tu lista de defectos. Ofrécele unos pavos si sirve para convencerlo. Insiste hasta que alguien se preste a escuchar». Añadió que la parte más difícil sería preguntar, tenía razón.

-¿Soy…? “Su primera víctima” fue la primera expresión que acudió a la mente de Jamieson, pero decidió que no era del todo justo-. ¿Soy la primera persona a quien se dirige?

-La segunda. Lo probé ayer con un taxista en su horario de descanso y me mandó a paseo.

Jamieson se acordó de un viejo chiste sobre Nueva York. Un forastero se acerca a un tipo en Lexington Avenue y dice: ¿Puede indicarme cómo llegar al ayuntamiento o solo tengo que irme a la mierda?». Decidió que no iba a mandar a la mierda a ese individuo con el emblema de los Yankees en la ropa. Escucharía y, cuando quedase a comer con su amigo Alex (otro jubilado), tendría algo interesante que contar.

-Muy bien, adelante.

Jack metió la mano en el bolsillo de la sudadera, sacó una hoja y la desplegó.

-Cuando iba a cuarto curso…

-Si esto va a ser la historia de su vida, puede que sí convenga que me dé esos veinte dólares.

Jack se llevó al bolsillo la mano con la que no sostenía la lista de defectos, pero Jamieson lo detuvo con un gesto.

-Era broma.

-¿Seguro?

-Si. Pero que no se alargue mucho. He quedado a las ocho y media. -Eso no era verdad, y Jamieson pensó que él afortunadamente no tenía problemas con el alcohol, porque, según las reuniones de AA que había visto por televisión, concedían mucha importancia a la sinceridad.

-Entendido, acelero. Ahí va. En cuarto me peleé con otro niño. Acabó sangrando por los labios y la nariz. Cuando fuimos al despacho del director, dije que el otro había insultado a mi madre. Él lo negó, claro, pero nos enviaron a los dos a casa con una nota para nuestros padres. O en mi caso solo para mi madre, porque mi padre nos abandonó cuando yo tenía dos años.

-¿Y lo del insulto?

-Era mentira. Yo tenía un mal día y, para desahogarme, decidí pelearme con ese niño que me caía mal. No sé por qué me caía mal, supongo que había alguna razón, pero no la recuerdo. El caso es que así nació mi hábito de mentir.

“Empecé a beber en secundaria. Mi madre guardaba una botella de vodka en el congelador. Yo echaba un trago y luego añadía agua. Al final me pilló, y el vodka desapareció del congelador. Yo sabía dónde lo escondía, en un estante alto encima de los fogones, pero después de eso no volví a tocarla. En todo caso, para entonces seguramente la mayor parte era agua. Ahorraba las pagas y el dinero que ganaba con alguna que otra tarea y pedía a un borracho que me comprara botellitas de licor. Compraba cuatro y se quedaba una. Le financiaba la bebida. Eso diría mi padrino.

Jack menó la cabeza.

-No sé qué fue de aquel hombre. Ralph, se llamaba, pero yo pensaba en él como el Condenado Ralph. Los niños pueden ser muy crueles. Que yo sepa, es probable que esté muerto, y yo contribuí a matarlo.

-No se deje llevar – dijo Jamieson-. Seguro que tiene cosas de las que sentirse culpable sin necesidad de inventarse posibilidades que quizá ni siquiera hayan ocurrido.

Jack alzó la mirada y sonrió. En ese momento Jamieson vio que tenía lágrimas en los ojos. No le caían, pero estaban a punto de derramarse.

-Ahora habla como Randy.

-¿Eso es bueno?

-Creo que si. Me parece que ha sido una suerte que lo haya encontrado.

Jamieson descubrió que él en efecto se sentía afortunado por el hecho de haber sido hallado.

-¿Qué más sale en esa lista? Porque el tiempo pasa.

-Estudié en la Universidad de Brown y me licencié cum laudae, pero en esencia salí adelante a base de mentiras y engaños. Se me daba bien. Y…, esta es gorda…, el tutor que me tocó en el último año era adicto a la coca. No entraré ahora en cómo me enteré…. el tiempo pasa, como usted ha dicho… pero el caso es que me enteré e hice un trato con él. Buenas recomendaciones a cambio de un k de coca. Más el coste de la droga, claro. No me dedicaba a la beneficencia.

-¿K en el sentido de kilo? -preguntó Jamieson. Levantó las cejas casi hasta el nacimiento del pelo.

-Exacto. La entré por la frontera canadiense, escondida dentro de la rueda de recambio de mi viejo Ford. Hice ver que era un universitario como cualquier otro a su regreso de unas vacaciones en Toronto, adonde había ido a pasárselo bien y echar algún que otro polvo, pero el corazón me latía a marchas forzadas y debía de tener la tensión en la línea roja. En el control de aduanas, registraron de arriba abajo el coche de delante, pero a mí me dejaron pasar después de enseñar el carnet. Aunque, claro, por entonces era todo mucho más relajado. -Tras una pausa, añadió-: Encima le cobré de más por el k. Me embolsé la diferencia.

-Pero ¿no consumió usted mismo parte de la cocaína?

-No, no era lo mío. Esnifaba un poco de vez en cuando, pero a mí lo que en realidad me gustaba, me gusta, es el alcohol de grano. Luego engañé a mis jefes, pero al final no funcionó. No era como en la universidad, ni había nadie a quien colocarle coca. O al menos yo no lo encontré.

-¿Qué hizo exactamente?

-Manipulé las hojas de ventas. Cuando la resaca me impedía ir a trabajar, me inventaba citas que no existían para justificar mis ausencias. Amañé las hojas de gastos. El primer empleo era excelente. Habría podido llegar a lo más alto. Ya la pifié.

“Cuando me despacharon, decidí que en realidad necesitaba un cambio de aires. A eso, en AA, lo llaman «cura geográfica”. Nunca da resultado, pero yo no lo sabía. Ahora me parece de lo más evidente: si metes a un gilipollas en un avión en Boston, cuando desembarca en Los Angeles, o en Denver, o en Des Moines, sigue siendo un gilipollas. La cagué en un segundo empleo, no tan bueno como el primero pero aceptable. Eso fue en San Diego. Y entonces decidí que tenía que casarme y sentar la cabeza. Así resolvería el problema. Y me casé con una buena chica que merecía un hombre mejor que yo. Aquello duró dos años, y de principio a fin mentí sobre mi afición a la bebida. Inventándome reuniones de trabajo inexistentes para justificar por qué llegaba tarde a casa, inven-tándome síntomas de gripe inexistentes cuando llegaba tarde a trabajar o directamente no iba. Con lo que gasté en pastillas de menta para el mal aliento podría haber comprado acciones de esas empresas… Altoids, Breath Savers…, pero ¿conseguía engañarla?

-Imagino que no- respondió Jamieson-. Oiga, ¿nos acercamos ya al final?

-Si. Solo cinco minutos más. Se lo prometo.

-De acuerdo.

-Las peleas iban de mal en peor. De vez en cuando volaban objetos, y no solo los tiraba ella. Una noche llegué a casa a eso de las doce, apestando a alcohol, y la emprendió conmigo. Ya sabe, el rollo de costumbre, y todo era verdad. Me sentí como si lanzara dardos emponzoñados contra mí y no fallara ni uno.

Jack se miraba las manos otra vez. Tenía las comisuras de los labios orientadas hacia abajo en una curva tan acusada que por un momento Jamieson creyó estar viendo a Emmett Kelly, el famoso payaso de cara triste.

-¿Sabe de qué me acordé mientras mi mujer me gritaba? De Glenn Ferguson, aquel niño al que había pegado en cuarto. De lo a gusto que me había quedado, como si reventara un forúnculo infectado para sacarle el pus. Pensé que me quedaría a gusto si le pegaba a ella, y seguro que nadie me mandaba a casa con una nota para mi madre, porque mi madre murió un año después de que me licenciara en Brown.

-Buff- dijo Jamieson. De pronto dejó de verle la gracia a esa confesión no solicitada y pasó a sentir malestar. No estaba seguro de querer oir lo que venía a continuación.

-Me marché- prosiguió Jack-. Pero me entró tal pánico que supe que debía hacer algo con la bebida. Fue la primera vez que probé a acudir a AA, allí, en San Diego. Volví sobrio a Nueva York, pero no duró. Lo probé otra vez, y tampoco duró. Ni la tercera. Pero ahora tengo a Randy, y quizá esta vez lo consiga. En parte gracias a usted. – Me tendió la mano.

-En fin, no hay de qué – dijo Jamieson, y se la estrechó.

-Hay una cosa más – añadió Jack. Apretó la mano a Jamieson con fuerza. Lo miró a los ojos y sonrió -. Me marché, pero antes le corté el cuello a aquella zorra. No dejé de beber, pero me sentí mejor. Y en cuanto a ese borracho del que le he hablado…, también me sentí mejor después de liarme a patadas con él. No sé si lo maté, pero desde luego lo dejé hecho papilla.

Jamieson intentó apartarse, pero Jack lo tenía firmemente sujeto. Se había llevado otra vez la mano al bolsillo de la sudadera de los Yankees.

-La verdad es que quiero dejar de beber, y no puedo dar el Quinto Paso del todo si no reconozco que, según parece, encuentro un gran placer en …

Algo similar a un rayo de luz blanca caliente penetró entre las costillas de Jamieson, y cuando Jack retiró el punzón goteante y se lo guardó de nuevo en el bolsillo, Jamieson advirtió que no podía respirar.

-… matar personas. Es un defecto, lo sé, y probablemente el mayor de todos.

Se puso en pie.

-Gracias, caballero. No sé cómo se llama, pero me ha ayudado mucho.

Se encaminó hacia Central Park West, pero antes de irse se volvió hacia Jamieson, que buscaba a tientas su Times…, como si, tal vez, un rápido vistazo a la sección de Ocio fuera a arreglarlo todo.

– Esta noche lo mencionaré en mis oraciones – dijo Jack.

SI ME NECESITAS, LLÁMAME

Por Raymond Carver

(Estados Unidos 1938-1988. Si la literatura fue en algún momento el arte de contar una historia, en la actualidad tiende a ser el arte de no contarla. Apenas ráfagas, momentos sin comienzo ni final, unidos por la discreción en los adjetivos y la capacidad de dejarnos con una sensación de angustia más poderosa que las narraciones tradicionales. En esto Carver es un maestro. Hijo de Chejov, primo hermano de Salinger…y podríamos seguir hasta abarcar varias generaciones. Mejor nos parece que lo lean. Se reencuentren con él, o lo descubran. Siempre será un  placer).

Los dos habíamos estado involucrados con otras personas esa primavera, pero cuando
llego junio y terminaron las clases decidimos poner en alquiler nuestra casa en Palo Alto y
trasladarnos a la costa mas al norte de California. Nuestro hijo, Richard, pasaría el verano en
casa de la madre de Nancy, en Pasco, Washington, donde podría trabajar y ahorrar algo de
dinero para la universidad. Ella estaba al tanto de la situación en casa y ya estaba buscándole
un empleo por la temporada. Había hablado con un granjero que acepto tomar a Richard para
que juntara heno y arreglara alambrados. Un trabajo duro, pero Richard estaba conforme. Lo
lleve a la terminal el día después de su graduación y me senté con el hasta que anunciaron su
ómnibus. Su madre ya lo había despedido llorando y le había dado una larga carta que el
debía entregar a la abuela en cuanto llegara. Prefirió quedarse terminando las valijas y
esperando a la pareja que alquilaría nuestra casa. Yo compre el pasaje de Richard, se lo di y
me senté a su lado en uno de los bancos de la terminal. En el viaje hasta allá habíamos
hablado un poco de la situación.

—¿Van a divorciarse? —había preguntado el.
Era un sábado por la mañana y había poco transito
—No, si podemos evitarlo —le conteste.—. Ninguno de los dos quiere llegar a eso.
Por eso nos vamos; por eso no queremos ver a nadie durante el verano. Y por eso te enviamos
con la abuela. Para no mencionar el hecho de que volverás con los bolsillos llenos de dinero.
No queremos divorciarnos. Queremos estar solos y tratar de solucionar las cosas.
—¿Aún amas a mama? Ella dice que te sigue queriendo.
—Por supuesto que la amo. Deberías saberlo a esta altura. Solo que hemos tenido
nuestra cuota de problemas, y necesitamos un poco de tiempo juntos, a solas. No te
preocupes. Disfruta el verano y trabaja y ahorra un poco de dinero. Considéralo unas
vacaciones de nosotros. Y trata de pescar. Hay muy buena pesca por allá.
—Y esquí acuático. Quiero aprender.
—Nunca hice esquí acuático. Haz un poco de eso también. Hazlo por mi.
Cuando anunciaron su ómnibus lo abrace y volví a decirle:
—No te preocupes. ¿Dónde esta tu pasaje?
El se palmeo el bolsillo de su campera. Lo acompañe hasta la fila frente al ómnibus,
volví a abrazarlo y le di un beso en la mejilla.
—Adiós, papa —dijo el y me dio la espalda para que no viera sus lagrimas.
Al volver a casa, nuestras valijas y cajas estaban junto a la puerta. Nancy estaba en la
cocina tomando café con los inquilinos, una joven pareja de estudiantes de posgrado de
matemática, a quienes había visto por primera vez en mi vida pocos días antes, pero igual les
di la mano a ambos y acepte una taza de café de Nancy mientras ella terminaba con la lista de
indicaciones de lo que ellos debían hacer en la casa en nuestra ausencia y adonde debían
enviarnos el correo. Su cara estaba tensa. La luz del sol avanzaba sobre la mesa a medida que
pasaban los minutos.
Finalmente todo pareció quedar en orden, y los deje en la cocina para dedicarme a
cargar nuestro equipaje en el coche. La casa a la que íbamos estaba completamente
amueblada, hasta los utensilios de cocina, así que no necesitábamos llevar mas que lo
esencial.
Había hecho los quinientos kilómetros desde Palo Alto hasta Eureka tres semanas
antes, y alquilado entonces la casa amueblada. Fui con Susan, la mujer con la que estaba
saliendo. Nos quedamos en un motel a las puertas del pueblo durante tres noches, mientras
recorría inmobiliarias y revisaba los clasificados. Ella me vio firmar el cheque por los tres
meses de alquiler. Mas tarde, en el motel, tirada en la cama con la mano en la frente, me dijo:
“Envidio a tu esposa. Cuando hablan de la otra mujer, siempre dicen que es la esposa quien
tiene los privilegios y el poder real, pero nunca me lo creí ni me importo. Ahora, en cambio,
entiendo que quieren decir. Y envidio a Nancy. Envidio la vida que tendrá a tu lado. Ojala
fuera yo la que va a estar contigo en esa casa todo el verano. Como me gustaría. Me siento tan
gastada”.
Yo me limite a acariciarle el pelo.
Nancy era alta, de pelo y ojos castaños, de piernas largas y espíritu generoso. Pero
últimamente venia baja de espíritu y de generosidad. El hombre con el que estaba viéndose
era colega mío, un divorciado de eterno traje con chaleco y pelo canoso, que bebía demasiado
y a quien a veces le temblaban un poco las manos durante sus clases, según me contaron
algunos de mis alumnos. El y Nancy habían iniciado su romance en una fiesta, poco después
de que ella descubriera mi infidelidad. Suena aburrido y cursi; es aburrido y cursi, pero así fue
toda aquella primavera, nos consumió las energías y la concentración al punto de excluir todo
lo demás. hasta que, en algún momento de abril, comenzamos a hacer planes para alquilar la
casa e irnos todo el verano, los dos solos, a tratar de reparar lo que hubiera para reparar, si es
que había algo. Los dos nos habíamos comprometido a no llamar, ni escribir, ni intentar el
menor contacto con nuestros amantes. Hicimos los arreglos para Richard, encontramos los
inquilinos para nuestra casa y yo mire en un mapa y enfile hacia el norte desde San Francisco
hasta Eureka, donde una inmobiliaria me encontró una casa amueblada en alquiler por el
verano para una respetable pareja de mediana edad. Creo que incluso use la expresión
“segunda luna de miel”, Dios me perdone, mientras Susan fumaba y leía folletos turísticos en
el auto estacionado fuera de la inmobiliaria.
Termine de cargar las cosas en el coche y espere que Nancy se despidiera por última
vez en el porche. Yo salude desde mi asiento y los inquilinos me devolvieron el saludo. Nancy
se sentó y cerro su puerta. “Vamos”, dijo y yo arranque.
Al entrar en la autopista vimos un coche con el escape suelto y arrancando chispas del
pavimento. “Mira”, dijo Nancy y esperamos hasta que el coche se salió de la autopista y
freno, antes de seguir viaje.
Paramos en un café cerca de Sebastopol. Estacione y nos sentamos a una mesa frente a
la ventana del fondo. Pedimos sandwiches y café, yo encendí un cigarrillo mientras Nancy
deslizaba el dedo por las vetas de la madera de la mesa. Entonces note un movimiento por la
ventana y al mirar en esa dirección vi un colibrí en los arbustos allá afuera. Sus alas vibraban
en un borroso frenesí mientras su pico se internaba en una de las flores.
—Mira, un colibrí —dije, pero antes de que Nancy levantara la cabeza el pájaro ya no
estaba.
—¿Donde? No veo nada.
—Estaba ahí hasta hace un momento. Ahí esta. No; es otro, creo.
Nos quedamos mirando hasta que la camarera trajo nuestro pedido.
—Buena señal —dije—. Los colibríes traen suerte, ¿no?
—Creo haberlo oído en alguna parte —dijo Nancy—. No podría decir donde pero si,
no nos vendría mal un poco de suerte.
—Una buena señal. Me alegro de que hayamos parado aquí.
Ella asintió, dejo pasar un largo minuto y probo su sandwich.
Llegamos a Eureka antes del anochecer. Pasamos el motel en la ruta donde había
estado con Susan dos semanas antes, nos internamos por un camino que subía una colina que
miraba al pueblo y pasamos frente a una estación de servicio y un almacén.
Las llaves de la casa estaban en mi bolsillo. A nuestro alrededor solo se veían colinas
arboladas y praderas con ganado pastando.
—Me gusta —dijo Nancy—. No veo el momento de llegar.
—Estamos cerca —dije—. Es mas allá de esa loma. Ahí —y enfile el coche por un
camino flanqueado de ligustros—. Ahí la tienes. ¿Qué opinas?
Esa misma pregunta le había hecho a Susan cuando hicimos el mismo camino para
ver la casa por primera vez.
—Me gusta; es perfecta. Bajemos.
Miramos a nuestro alrededor en el jardín del frente antes de subir los escalones del
porche. Abrí la puerta con la llave que traía y encendí las luces adentro. Recorrimos los dos
dormitorios, el baño, el living con muebles viejos y chimenea y la cocina con vista al valle.
—¿Te parece bien?
—Me parece sencillamente maravillosa —dijo Nancy y sonrió—. Me alegra que la
hayas encontrado. Me alegra que estemos aquí —Abrió y cerro la heladera, luego paso los
dedos por la mesada de la cocina. —Gracias a Dios esta limpia. Ni siquiera hace falta una
limpieza.
—Hasta nos pusieron sabanas limpias. La alquilan así.
—Tendremos que comprar algo de leña —dijo Nancy cuando volvimos al living—.
Con noches así debemos usar la chimenea, ¿no?
—Mañana. Podemos hacer unas compras también. Y recorrer el pueblo.
Nancy me miro y dijo nuevamente:
—Me alegra que estemos aquí
—Yo también —dije y abrí los brazos y ella vino hacia mi. Cuando la abrace sentí que
temblaba. Le alce el mentón y la bese en ambas mejillas.
—Me alegra que estemos aquí—repitió ella contra mi pecho.
Durante los días siguientes nos instalamos, recorrimos las calles del pueblo mirando
vidrieras y dimos largos paseos por el bosque que se alzaba atrás de la casa. Compramos
provisiones, yo encontré un aviso en el diario que ofrecía leña, llame y poco después
aparecieron dos muchachos de pelo largo en una camioneta que nos dejaron una carga de aliso
en el garaje. Esa noche nos sentamos frente a la chimenea y hablamos de conseguir un perro.
—No quiero un cachorro —dijo Nancy—. No quiero nada que implique ir limpiando a
su paso o rescatando lo que quiere mordisquear. Pero me gustaría un perro. Hace tanto que no
tenemos uno… Creo que podríamos arreglarnos con un perro aquí.
—¿Y cuando volvamos, cuando termine el verano? —dije yo y entonces reformule la
pregunta: —¿Estas dispuesta a tener un perro en la ciudad?
—Ya veremos. Pero busquemos uno, mientras tanto. No se lo que quiero hasta que lo
veo. Revisemos los clasificados y veamos que pasa.
Aunque los días siguientes seguimos hablando de perros y hasta señalando los que nos
gustaban frente a las casas por las cuales pasábamos, no llegamos a nada y seguimos sin
perro.
Nancy llamo a su madre y le dio nuestra dirección y teléfono. Richard ya estaba
trabajando y parecía contento, dijo la madre. Y ella se sentía bien. Nancy le contesto:
—Nosotros también. Esto es como una cura.
Un día íbamos por la ruta frente al océano y, desde una loma, vimos unas lagunas que
formaban los médanos muy cerca del mar. Había gente pescando en la orilla y en un par de
botes.
probar.
Frene a un costado de la ruta y dije:
—Vamos a ver que están pescando. Quizá valga la pena conseguirnos unas cañas y
—Hace años que no vamos de pesca. Desde que Richard era chico, aquella vez que
fuimos de campamento cerca del monte Shasta, ¿recuerdas?
—Me acuerdo. Y también me acuerdo de cuanto extraño pescar. Bajemos a ver que
están sacando.
—Truchas —dijo uno de los pescadores—. Trucha arcoíris y algún que otro salmón.
Vienen en el invierno, cuando el mar horada los médanos. Y, con la primavera, cuando se
cierra el paso, quedan atrapados. Es buena época, esta. Hoy no pesque nada pero el domingo
saque cuatro. De lo mas sabrosos. Dan una batalla tremenda. Los de los botes creo que
sacaron algo hoy, pero yo todavía no.
—¿Qué usan de carnada? —pregunto Nancy.
—Lo que sea. Lombrices, marlo de choclo, huevos de salmón. Basta tirar la línea y
dejarla reposar hasta el fondo. Y estar atento.
Nos quedamos un rato pero el hombre no saco nada y los de los botes tampoco. Solo
iban y venían por la laguna.
—Gracias. Y suerte —dije al fin.
—Que tengan suerte ustedes también. Los dos —contesto el hombre.
A la vuelta paramos en una casa de artículos deportivos y compramos unas cañas
baratas, unos rollos de tanza y anzuelos y carnada. Sacamos una licencia también y decidimos
ir de pesca la mañana siguiente.
Pero esa noche, después de la cena y de lavar los platos y poner unos leños en la
chimenea, Nancy dijo que no iba a funcionar.
—¿Por que dices eso? ¿A que te refieres?
—No va a funcionar, enfrentémoslo —dijo ella sacudiendo la cabeza—. No quiero ir a
pescar y no quiero un perro. Creo que quiero ir a lo de mi madre y estar con Richard. Sola.
Quiero estar sola. Extraño a Richard —dijo y empezó a llorar—. Es mi hijo, es mi bebe, y esta
creciendo y pronto se ira. Y lo extraño. Lo extraño.
—¿También extrañas a Del, a Del Schraeder, tu amante? ¿Lo extrañas a el también?
—Extraño a todo el mundo. A ti también. Hace mucho que te extraño. Te he extrañado
tanto durante tanto tiempo que te he perdido. No se como explicarlo mejor. Pero se que te
perdí. Ya no me perteneces.
—Nancy —dije yo.
—No, no —dijo ella y negó con la cabeza.
Sentada en el sofá de frente al fuego siguió negando y negando y luego dijo:
—Voy a tomar un avión para allá mañana. Cuando me haya ido puedes llamar a tu
amante.
—No voy a hacer eso. No tengo la menor intención de hacer eso.
—Si, lo harás. Vas a llamarla en cuanto me haya ido.
—Y tú vas a llamar a Del —dije. Y me sentí una basura por decirlo.
—Haz lo que quieras —dijo ella secándose las lagrimas con la manga—. Lo digo en
serio. No quiero parecer una histérica, pero me iré mañana. Mejor me iré a acostar ahora;
estoy exhausta. Lo lamento. Lo lamento mucho, por los dos. Pero no vamos a lograrlo. Ese
pescador, hoy. Nos deseo suerte a los dos. Yo también nos deseo suerte. Vamos a necesitarla.
Entonces se encerró en el baño y dejo correr el agua. Yo salí a los escalones del porche
y me senté a fumar un cigarrillo. Estaba oscuro y silencioso, apenas se veían las estrellas en el
cielo. Jirones de niebla del océano ocultaban el valle y el pueblo allá abajo. Me puse a pensar
en Susan. Oí que Nancy salía del baño y oí que se cerraba la puerta del dormitorio. Entonces
entre y puse otro leño en la chimenea y espere hasta que se avivara el fuego. Luego fui al otro
dormitorio. Abrí la colcha y me quede mirando el estampado floral de las sabanas. Me di una
ducha, me puse el pijama y volví frente a la chimenea. La niebla ya llegaba a las ventanas del
living. Fume mirando el fuego y, cuando volví a mirar por la ventana, creí ver algo que se
movía en la niebla.
Me acerque a la ventana. Un caballo estaba pastando en el jardín, entre la niebla. Alzo
la cabeza para mirarme y volvió a su tarea. Vi otro cerca del auto. Encendí la luz del porche y
me quede mirándolos. Eran caballos grandes, blancos, de largas crines, seguramente de
alguna granja de los alrededores con algún alambrado caído y vaya a saberse como habían
llegado hasta nuestra casa. Parecían estar disfrutando inmensamente su escapada. Pero se los
notaba un poco nerviosos también: podía verles el blanco de los ojos desde la ventana. Sus
orejas iban y venían al ritmo de sus mordiscos. Un tercer caballo apareció entonces y luego un
cuarto, todos blancos, pastando en nuestro jardín.
Fui al dormitorio a despertar a Nancy. Tenia los ojos enrojecidos y los parpados
hinchados, y se había puesto ruleros y había una valija abierta a los pies de la cama.
—Nancy, tienes que venir a ver esto. No vas a creerlo. Vamos, levántate.
—¿Qué pasa? Me estas lastimando. Que pasa.
—Querida, tienes que ver esto. No voy a lastimarte. Perdona si te asuste. Pero tienes
que levantarte y venir a ver esto.
Pocos minutos después estaba a mi lado en la ventana, atándose la bata.
—Dios, son hermosos. ¿De donde vienen? Que hermosos son.
—De alguna granja vecina, supongo. Voy a llamar al sheriff para que ubique al dueño.
Pero quería que los vieras antes.
—¿Morderán? Me gusta acariciar a aquel, el que acaba de mirarnos.
—No creo que muerdan. No parecen esa clase de caballos. Pero ponte algo encima si
vamos a salir. Hace frio afuera.
Me puse la campera encima del pijama y espere a Nancy. Abrí la puerta y salimos y
nos acercamos caminando hasta ellos. Todos levantaron sus cabezas. Uno resoplo y retrocedió
unos pasos, pero volvió a tironear del pasto y mascar como los demás. Apoye mi mano entre
sus ojos y le palmee los flancos y deje que su hocico me oliera. Nancy estaba acariciando las
crines de otro, mientras murmuraba: “¿De donde vienes, caballito? ¿Dónde vives y que haces
aquí en medio de la noche?”, mientras el animal movía su cabeza como si entendiera.
—Sera mejor que llame al sheriff —dije.
—Todavía no. Un rato mas. Nunca veremos algo igual. Nunca, nunca tendremos
caballos en nuestro jardín. Un rato mas, Dan.
Poco después, mientras Nancy seguía yendo de uno a otro, palmeándolos y
acariciándolos, uno de los caballos comenzó a rumbear hacia la ruta, mas allá de nuestro auto
y supe que era momento de llamar. En pocos minutos vimos las luces de dos patrulleros en la
niebla y poco después llego una camioneta con un acoplado para caballos, de la que bajo un
tipo con gamulán, que se acerco a los caballos y necesito un lazo para lograr que entrara el
último en el acoplado.
—¡No le haga daño! —dijo Nancy.
Cuando se fueron volvimos al living y yo dije que iba a hacer café y pregunte a Nancy
si quería una taza.
—Te diré lo que quiero —dijo ella—. Me siento bien, Dan. Me siento como borracha,
como… No se como, pero me gusta. No quiero dormir; no podria dormir. Haz un poco de cafe
y a ver si encuentras algo de música en la radio y puedes avivar el fuego.
Asi que nos sentamos frente a la chimenea y bebimos cafe y escuchamos viejas
canciones por la radio y hablamos de Richard y de la madre de Nancy y bailamos. Ninguno
aludio en ningún momento a nuestra situacion. La niebla seguia alli, detras de las ventanas,
mientras hablabamos y eramos gentiles el uno con el otro. Hasta que, cerca del amanecer,
apague la radio y nos fuimos a la cama e hicimos el amor.
Al mediodia siguiente, luego de que ella terminara su valija, la lleve al aerodromo
desde donde volaria a Portland y de alli haria el trasbordo que la dejaria en Pasco por la
noche.
—Saluda a tu madre de mi parte. Y dale un abrazo a Richard. Y dile que lo extraño. Y
que lo quiero.
—El tambien te quiere. Lo sabes. En cualquier caso, lo veras despues del verano.
Yo asenti.
—Adios —dijo ella. Y me abrazo. Yo le devolvi el abrazo—. Me alegro por anoche.
Los caballos. La charla. Todo. Es una ayuda. No lo olvidaremos —y empezo a llorar.
—Escribeme, ¿quieres? —dije yo—. Nunca pense que fuera a pasarnos. En todos
estos años. Nunca lo pense. Ni un sola vez. No a nosotros.
—Te escribire. Mucho. Las cartas mas largas que hayas visto desde las que me
enviabas en el secundario.
—Las estare esperando.
Ella me miro largamente y me acaricio la cara. Entonces me dio la espalda y se alejo
por la pista rumbo al avion.
Adiós, amada mía, y que Dios esté contigo.
Ella abordo el avion y yo me mantuve en mi lugar hasta que se encendieron los
motores y la nave empezo a carretear por la pista y despego sobre la bahia y se convirtio en
una mancha en el horizonte.
Volvi a la casa, estacione el coche y mire las huellas que habian dejado los caballos la
noche anterior, los trozos de pasto arrancado y las marcas de herraduras y los montones de
bosta aqui y alla. Entonces entre en la casa y, sin sacarme el saco siquiera, levante el telefono
y marque el número de Susan