
LAS PUTAS APPS
Por Lidia Poggio
Llegar a adulto mayor hoy es similar a practicar un deporte de alto riesgo. Hasta el año pasado estaba bastante orgullosa de mi desempeño con la tecnología. SabÍa manejar el mando de la tele, conectarme a Netflix sin ayuda, hacer transferencias desde el cajero y hasta tuve la osadía de tener el homebanking de uno de mis bancos (del otro no logré sacar la puta clave del cajero). Iba por la vida sintiéndome normal hasta que, hace dos semanas, no pude pagar mis cuentas ni hacer transferencias, ni desde el cajero ni desde la computadora. Me salía un cartel “Simplifique su vida usando la app de nuestro banco con un click desde su celular”. ¿Un click? ¡las pelotas! Tuve que llamar a mi vecina, que a su vez llamó a su hija, para que me aclaren qué nueva mierda informática habían inventado para joder a los jubilados. Me bajaron la APP pero no me enseñaron a usarla. Acudí a nuestro buen señor Google y me tragué varios videítos para aprender a usar la aplicación. Después de un día de histeria, diarrea y palpitaciones logré, finalmente, transferirle lo que le debía al verdulero. Debo confesar que sentí que había logrado el fiat lux. Me dediqué a transferirle plata a todo el mundo hasta que se me vació la cuenta.
En esos días me hice unos estudios en la clínica de mi barrio y cuando fui a buscar los resultados me dijeron que ya no los entregaban y que tenía que buscar mis resultados en el portal www. mierda.com. Juro que lo intenté… pero no pude. Me tomé un remis y fui a quejarme a la clínica. Yo quería mis estudios en papel como todo ser humano. Finalmente hicieron una excepción y me los mandaron por mail. Por supuesto, tuve que bajarme el mail al teléfono porque no sabía cómo llevárselos al médico. Creí que mis penurias acababan allí… ¡pues NO!
Unos días despues quise entrar para hacer una transferencia y se me olvidó la clave del banco. Ya no sabía si era el nombre de mi perra actual o del loro muerto. Por suerte había un cartelito que decía “si olvidó su contraseña presione acá y le mandaremos un código por mail.” Estaba feliz. Esto es pan comido, me dije, hasta que caí en la cuenta de que si me roban el teléfono podrían vaciarme las cuentas del banco pues tendrían todo servido en bandeja para recuperar la contraseña. Además tengo una carpeta con todas mis claves, pero ésa no la iban a encontrar porque tampoco la encuentro yo. Así que ahora llevo el teléfono escondido en una bombacha con cierre y sólo lo saco en emergencias graves, no me animo a atender llamadas en la calle. Para colmo como tengo incontinencia se me escapó un pis y ahora lo tengo en un tacho con arroz y desodorante. Y no me digan que le ponga clave al teléfono porque me la voy a olvidar y quedaré aislada del mundo.
Las dos cosas más dramáticas que recuerdo de mi vida fue enterarme que los reyes magos son los padres y que dependo del puto celular para pagarle al almacenero. Lo que me pone más frenética es querer pagar medio kilo de pan flauta y que la vendedora con un sonrisa me pida que escanee el código ¿qué? ¿cómo merde escaneo? ¿Tiene una billetera virtual? me preguntó el otro día con una sonrisa prefabricada. NO ¡le contesté con odio, tengo la billetera de cuero que me regalaron cuando me jubilé. Con los ojos inyectados en sangre y los dientes apretados me crucé al chino para comprar un pan lactal, y sorpresa ¡hasta el chino se unió a este sistema infame!. ¡Malditas app!.