
¿ESTAMOS TODOS LOCOS?
Por Pablo Colombo
Nos gustaba la comida étnica. Ya habíamos probado la cocina armenia, deleitado con la china e incendiado con la mexicana. La italiana en mi familia venía por default, por el lado de mi ex la cuisine entrerriana no tenía secretos para mí, así que decidimos optar por la judía. Entonces un viernes a la noche, en los prolegómenos del Shabbat, decidimos encarar hacia un restaurant de Palermo demasiado vecino a la Avenida del Libertador, que por delicadeza no mencionaré, y que se llama Mishiguene.
Nos embutieron en el rincón más apretado que encontraron: cualquier movimiento en falso y corríamos el riesgo de volcar el plato, la canasta de bagels y hasta el candelabro. Me refiero a los del vecino. La pilcha de la gente era alarmante, yo que no veo colores veía precios. Cuando pedimos la carta empezamos a transpirar: la entrada (un “platito”) costaba un ojo de la cara, el plato principal (un “plato”) la yema del otro. El postre era ya inaccesible, y los vinos costaban uno o dos órganos pares. El mozo se acercó, nos tomó el pedido para el plato y el platito y a esperar. Entonces entraron los dos violinistas.
Elegimos precisamente un viernes a la noche porque había cena con show. La víspera del Shabbes le agregaba una unción litúrgica a la espera. Tocaron el Hava Nagila y Shalom Aleijem. Listo, ese fue el show. Después los violinistas, dos flacos que parecían recién salidos de Auschwitz, se fueron a comer como parte del canje. Seguramente les sirvieron dos platitos.
Tardaron tanto que no dejamos ni un bagel ni un pickle en la canasta, lamenté no haberme llevado los grisines de Italpast para ir picando. Finalmente llegó el platito con hummus -lo dicho: un platito- y a mi ex, siempre la vegetariana, le sirvieron berenjenas con dip de berenjenas o algo así. Cuando llegó mi plato, un risotto de farfalaj con codorniz, estuve un buen rato revolviendo el farfalaj, no porque estuviera muy caliente sino para encontrar la codorniz. Entonces se acercó uno de los dueños. Creí que era para preguntar si nos había gustado. Pero no:
-Lo lamento señor, su turno se acabó. Son las 22.
Caramba, en los telos lo dicen de mejor manera. Le estuve por preguntar si la bobe no le había enseñado modales, pero no le dije nada. Me trajeron la cuenta, le calculé al voleo una libra de carne por cabeza, onzas más, onzas menos, y pagué.
Es uno de esos restaurantes a los que hay que ir cenado. Juré que la próxima vez que se me ocurriera ir a un restaurant judío iría a uno de Villa Crespo, donde el olor a arenque y a cebolla frita te voltea nomás desde la entrada, los pletzalej no vienen caramelizados y los paisanos se baten melancólicamente al dominó.
Teníamos tanta hambre que a mi ex se le olvidó que era vegetariana; entonces entramos a un McDonald’s y nos clavamos el combo más grande que encontramos. De bronca, con tocino.