
MENTIME Y LLAMAME MARTA
Por Viviana Sgavetti
Desde que una es chiquita, le insisten con muchas cosas: que la bombachita tiene que estar limpita siempre, que no hay que pelearse jamás con el hermano, que hay que saludar a los mayores y por supuesto, que hay que decir siempre la verdad.
La verdad, amigos míos, es un elemento que adquiere formas variadas y tiene mil lecturas.
Si tu papá le dice a tu mamá: si es Gutiérrez no estoy… no es una mentira, eh, es un cheque rebotado. Si mamá promete a la tía Clarita que no comentará que se tiene que operar las várices, y enseguida llama a Marta y se lo cuenta, no es que le mintió a Clarita, es que tiene una amistad más profunda con Marta.
Si papá nos mira a los ojos de modo penetrante y nos pregunta: nena, ¿vos todavía sos virgen? y le contestamos que sí, no es una mentira, se llama piedad. Si esa pregunta la hace mamá, y recibe la misma respuesta, tampoco es una mentira, ni se llama piedad, sino simple supervivencia.
Ahora bien, esa dama que fue niñita tiene amigas, personas que o se han criado con ella o simplemente la quieren y son correspondidas por un montón de otras razones. Una de ellas es la absoluta confianza en que nuestra amiga nos dirá siempre la verdad… jeje, acá las quería agarrar.
Llega Cecilia a casa hecha un mar de lágrimas, porque ha comprobado una vez más (llevamos dos años con la historia) que Ignacio no sólo sigue casado con «esa», sino que ahora «esa» está embarazada.. Una ya ha intentado que Ceci comprenda que ese turro jamás se va a separar, porque entre otras cosas ella ya se la hizo fácil y aceptó la situación, y porque le sigue creyendo sus bolazos. Hemos comprendido que es inútil que sigamos poniendo a Ceci frente a la verdad, porque no le interesa en lo más mínimo, y que igual la queremos y está sufriendo como una chiva. ¿Qué hacemos entonces? Abrimos los brazos, buscamos los pañuelos de papel, y repetimos como una letanía «seguro que ella lo buscó, vas a ver que igual se va a separar, está confundido nomás» aunque por dentro nos consume la furia asesina.
Ooooooooootro ejemplo: Juli se viene matando de hambre hace seis meses, con el noble propósito de entrar en su vestido de novia. Juli ES gordita y Mario la quiere igual, pero ella cree que si llega a la boda doce kilos más flaca, la va a querer más todavía. Nos mira, da una vueltita y dice: ¿Y? ¿No se nota que ya bajé un montón? No, no se nota, pensamos, pero cómo te quiero Juli de mi vida… y decimos: ¡Loca, estás re flaca!
Y llegamos al ámbito tan temido, el círculo del infierno que ni siquiera Dante se atrevió a perfilar: el de las confesiones de pareja.
Él pregunta, en medio de un abrazo candente: decime, ¿alguna vez hiciste esto? Una ni lo piensa, y contesta: Jamássssssssssss, nunca me había animado, pero claro, tenías que llegar vos.
O bien: ese Gustavo amigo tuyo, el novio de Marita, ¿no tuvo nunca nada con vos? Tampoco lo pensamos, así que el «¡Cuándo no! ¿Una mujer no puede tener un amigo sin que enseguida se piense que hubo algo? No, chuchi, nada que ver» sale naturalmente como agua de la canilla.
Resumiendo: en muchas ocasiones, decir la verdad no nos convierte en paladines de la justicia, sino en impiadosos egoístas que vamos por la vida proclamando la edad de una, las deudas de otro, los cuernos de un tercero… Y no me vengan con que soy una porquería de persona, porque cuando hace falta, cuando imagino que haré un bien en lugar de sacarme el gusto y joder al prójimo, nadie me calla.
La verdad no es popular, no hay nada que hacerle. Y miren que les estoy diciendo la pura verdad, eh.